miércoles, 2 de mayo de 2018

Wild Wild Country: la historia más vieja del mundo



Cuando en 1981 el líder espiritual indio Osho se volvió popular en oriente y occidente, miles de personas lo acompañaron en su proyecto: crear una ciudad en el lejano oeste de Estados Unidos en la que viviría su comunidad.  Perseguidos por los vecinos del estado de Oregón,  por el FBI y el Gobierno, Osho y sus fieles transgredieron todo lo que fuera conocido como norma hasta la disolución del sueño indio americano. 

Wild Wild Country plasma de qué manera una anomalía detectada por un sistema de gobierno debe ser suprimida con los mecanismos democráticos y constitucionales que ese mismo sistema prevé.  Aparece la paradoja de Estados Unidos como el país de las oportunidades que, a su vez, tiene una larga tradición de sectas o cultos. Es decir, grupos de personas que, por algún motivo, necesitan vivir con las reglas de otro sistema, por lo general, basado en una creencia. 

Este documental estrenado por Netflix  y dirigido por los hermanos Maclain y Chapman Way, cuenta el inicio, ascenso y caída de una comunidad que quiso jugar a otra cosa, liderada por el líder espiritual Osho. El hallazgo en cada capítulo no es revelar una biografía, es contar la vieja historia del mundo: allí donde haya seres humanos, habrá problemas.  

Son 10 horas de documental, en entregas por episodios con un montaje tan fino que logra lo que pocos en el rubro audiovisual que se ocupa de narrar la realidad. Hay un respeto por las versiones en los testimonios, un archivo de imagen elocuente que funciona como complemento inmediato de lo referido por los testigos en el presente y una intriga planteada desde el capítulo uno, con ascenso vertiginoso de personajes, caída, drama, tragedia y comedia. En este sentido, la construcción de expectativa no se agota en su resolución anecdótica ni en giros efectistas para captar la atención.  El documental fomenta la reflexión por parte del espectador, como si el sesgo de sentido inherente al género (aunque intente disimularlo, siempre existe) por momentos se volviera invisible, sin mediación. 

Estamos dentro de la historia. Bhagwan (como le decían a Osho antes de llamarlo así hacia el final de su vida) es el líder espiritual que necesitaban los ochenta: esa década análoga, estéticamente cuestionable, signada por la guerra de dos ideologías.  La India como el nodo espiritual del mundo y el escape a algo en que creer, cuyos símbolos atraen a occidente con novedosas ilusiones de volver a empezar. 

Bhagwan empieza a ganar adeptos con su filosofía (quizás el único reproche al documental sea que no hay profundidad acerca de la cosmovisión de esa comunidad que no se autodenomina culto, ni secta, ni religión).  Un día conoce a Shila, el personaje más importante de esta historia, discípula que se convertiría en su secretaria y mano derecha en el avance del nuevo proyecto. 

Para empezar de cero, la dupla de espiritualidad imbatible y miles de adeptos viajan a Estados Unidos –ese topos siempre habilitado para construir y empezar, como el montaje de una escenografía de éxito- y compran una porción de terreno suficientemente grande como para construir una nueva ciudad en el rocoso y polvoriento estado de Oregón,  tierra de nadie, el lejano oeste. Lo que no previeron fue que los escasos vecinos de Antelope –ciudad lindera-, serían una de las caras del país salvaje.  Porque esa América de las armas en la mesa de luz y de la recortada colgada en la pared al lado del busto de un ciervo, no comienza con los tiroteos televisados en las escuelas, claro está; comienza con esa fisura de la constitución más constitucional de la historia.

Dentro de lo salvaje

Lo que forman los Rajneesh –el grupo liderado por Bhagwan- en esas tierras de Oregón no se autodenomina secta o culto. Aun así, les costó posicionarse en la opinión pública como lo que decían ser: una comunidad.  La memoria del país todavía tenía demasiado fresca la masacre de Jonestown ocurrida en 1978, el mayor suicidio colectivo de la historia en el que murieron más de 900 personas.
En la comunidad Rajneesh el pacto parece tácito: todos hacen todo y ocupan el rol para el que son más idóneos. En esta lógica, el mejor abogado será el vocero de la comunidad.  Quizás una de las falencias de Wild Wild Country es no explicar de qué manera se sustentan los habitantes de la nueva ciudad, cómo es el sistema de trabajo, quién paga los sueldos y por qué nadie cuestiona la colección de Roll Royce del maestro espiritual que, para ese entonces, ya vive en la mansión construida a escala de su simbólica grandeza. 

En un contexto de mediados de los ochenta en Estados Unidos, cuando la Guerra Fría se imprimía en los titulares y el rojo había dejado de ser un color para pasar a ser la representación del enemigo, la instalación de una comunidad que había elegido vestirse en esa gama, como un ejército, - así, por contigüidad se referían a ellos los habitantes de Antelope: “los rojos” en referencia al Comunismo, el otro enemigo visible-  no podía deparar otra cosa que una escalada de violencia en una relación causa-efecto. 

Uno de los aspectos más destacables que plantea el documental es la paradójica construcción del otro siempre como anomalía, en el país de las oportunidades y del volver a empezar. A través de este conflicto acotado a un tiempo y espacio, pone en escena la miseria y el salvajismo de la era civilizada.  Alcanza con decodificar los férreos testimonios de los habitantes de Antelope, con sus gorros estilo sheriff, sus camisas leñadoras, la pared de lambriz y las cabezas de alces colgadas en ella. Esa cara de Estados Unidos explica de forma más elocuente que la filtración de datos de Facebook, por qué Donald Trump se presentó a elecciones presidenciales y ganó.

El hecho social que tuvo lugar entre 1981 y 1985 en aquel recorte de terreno olvidado, no tenía precedentes en la historia del mundo contemporáneo: miles y miles de personas siguiendo al líder indio que crea una ciudad de la nada, con fondos que provienen de los aportes de los propios fieles. Un líder que colecciona Roll Royce y le gusta sentarse en un trono y una comunidad que, desde las filmaciones verídicas, parece un video clip lisérgico donde reinan los brazos extendidos al cielo, los cuerpos como en descarga eléctrica y las sonrisas por metro cuadrado.  Una comunidad que parece proclamar una nueva forma de vivir, pero que, sin embargo,  no puede desprenderse de los viejos códigos de comportamiento: usan uniformes, aun cuando ni siquiera es un mandato del gurú.  Como si no hubiesen comprendido que aquello que iguala de esa manera, vuelve todo invisible. 

Emile Durkheim decía, entre otras cosas, que un hecho social ocurría cuando determinadas características culturales moldean al sujeto y lo predisponen a pensar y a comportarse de una forma.  Tal era el apogeo de la comunidad: un sistema dentro de otro sistema, que para existir necesitaba seguir jugando con las reglas de aquello que negaba.  Para cuando la comunidad entendió que debían participar en las elecciones a gobernador, trazó un plan: conseguir una masa de personas lo suficientemente significativa para sumar votos.  Es allí cuando aparece uno de los tramos más importantes del documental: la inclusión de indigentes que reclutan en todo el país.
Por su propia naturaleza el Capitalismo necesita la existencia de focos que pongan en alerta a otros elementos del régimen a modo de recordatorio. De esta manera, la doctrina asegura un margen aceptable de funcionalidad y, para muestra de lo contrario, alcanza con visualizar a los excluidos principales: los locos y los indigentes. 

La etimología de la palabra indigente nos habla de personas privadas de o carentes de algo. Todo sistema debe hacer visible su perversión, como antes la hoguera o la horca. Así, los excluidos, los que no pudieron encajar son primero los locos y los pobres. La inclusión de indigentes en la comunidad Rajneesh no es un gesto altruista, sino un paso necesario para lograr un cometido.  Sin embargo, ante los ojos del país y del orden establecido, esa comunidad de rojos perdida en el lejano oeste,  estaba reinsertando en un ámbito social de convivencia  e intercambio a aquellos destinados a cumplir el rol de la advertencia dentro del sistema capitalista. Era necesario comenzar a frenar la avanzada de Osho y sus seguidores. 

Yo soy Shila

Si bien intervienen varios testimonios –desde agentes del FBI, vecinos afectados por la llegada masiva de la comunidad, un periodista y abogados- en Wild Wild Country hay cuatro narradores: tres mujeres y un hombre. No solo son personas que tienen algo para contar, todos ellos, exintegrantes protagónicos de la comunidad, sino que sus historias están intercaladas en el relato de una manera tan efectiva que el documental logra el in crescendo adictivo de toda historia bien contada.
Uno de esos narradores es Shila, una gladiadora ochentera, empoderada antes de que el término fuera maniatado. La mujer que dominaba a la comunidad, la que planeó atentados contra los cada vez menos amigables vecinos de Antelope; la que puso sedantes dentro de la cerveza que convidó a los indigentes que reclutó para ganar, con su voto, las primeras elecciones en las que participaría un representante de la comunidad. Shila, la que envenenó con salmonella generada en el laboratorio de la ciudad a gran parte de la población enemiga; la que consiguió las armas y armó a los seguidores que de un día para otro pasaron de cultivar la tierra a practicar tiro entre las sierras como un nuevo deporte; la que montó una red de escuchas inédita a su propio maestro; la que estaba dispuesta a todo y se dispuso. 

A pesar de su raid delictivo, Shila está viva y libre. Ya no viste de rojo, ni parece escapada de las orillas del Ganges, ahora es una occidental más. Por momentos villana y por momentos presidenta del mundo, cuesta no alcanzar grados de empatía y eso interpela al espectador desde un lugar de conciencia. La invitación es a pensar, y en estos tiempos de historias efectistas y vertiginosas, alivia.
Wild Wild Country  reivindica el género documental ya no como archivo ordenado de piezas reales que permite conocer determinado hecho, sino como estimulador de conciencia que termina por ser, con sobriedad y criterio, un ejercicio de pensamiento.