domingo, 22 de mayo de 2016

Spider

Desde el ala del sombrero blanco que me prestó mi madre veo descender una araña frente a mi ojo izquierdo. No tengo con ella ningún conflicto personal, aunque todavía me queden los rastros de una cicatriz en la cintura, resultado de una picadura a los nueve años que me provocó culebrilla y que me acercó, por primera vez, a la noción de fin.

Según la leyenda, la culebrilla es capaz de matar a la persona afectada, una vez que los vértices de la erupción se encuentran entre sí. No hubo ciencia que pudiera con el cinturón de ampollas que comenzó a formarse y que avanzaba por la piel conforme pasaban las horas. Así que mi madre recurrió a la curandera de la esquina. Había que sortear un jardín. Entre paredes verde agua y un pesebre sobrenatural armado en un rincón del comedor, la anciana mojó un ramo de ruda en un vaso de Fido Dido con agua bendita y procedió con el ritual. “Que los dioses salven a esta niña” fueron las palabras exactas de su pagana plegaria. 
 
Ahora la araña proyecta su diminuta sombra y se multiplica. No puedo evitarlo, me doy cuenta de que todavía tengo miedo, a las arañas y al fin. Así que, por un segundo, calibro mi ojo izquierdo y la inmortalizo. La pequeña muerte de la araña es un asesinato. Riba, el protagonista de Dublinesca cuenta que una vez en Nueva York fue a cenar a la casa de la familia Auster. Esa es la escena del crimen de la araña. La dejo ahí, escrachada contra la página 110.

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